jueves, 12 de septiembre de 2013

7. Pérdida.

Nadie podrá decirme nunca, 'no has de llorar por lo que se fue.'
Porque nadie nunca sabrá porqué lo perdí, o porqué le pedí que se marchara.
Nadie entenderá mis motivos, y mucho menos tu marcha... 

¿Pero de qué sirve llorar?

Nunca fui muy amiga de las despedidas, y sin embargo, no tuve más remedio que dejarte ir.
Nadie nunca podrá decir que no te amé, o que no te perdoné. Nadie, que no me arrastré, o que no me destrocé.
Porque nadie nunca sabrá porqué nos perdimos, o porqué te rogué que me dejaras.
Nadie sabrá nunca cuantas promesas rompiste, y mucho menos, cuantas ilusiones destruiste...

¿Pero de que sirve recordar?

Nunca fui muy amiga de las despedidas, y sin embargo, no tuve más remedio que dejarte ir.
Nadie nunca podrá decir que te lastimé, o que no te hice bien. Nadie, que me sufriste, o que en todos nuestros días, tu corazón sin reservas me diste.
Porque en realidad, nadie nos conoce. 
Nadie sabe porqué tus latidos dejaron de seguirme, y nadie sabrá porque mi corazón dejó de anhelarte. 
Porque mi alma llora cada vez que oye hablar de ti, y la tuya se fragmenta en mil pedazos cuando evoca cualquier recuerdo que te conduzca a mi.
Nos boicoteamos. Nos alejamos de la felicidad.

Entonces dime... ¿Por qué nos hacemos ésto?

6. Amanecer.

Cuando despierto, lo primero que mis ojos alcanzan a ver es su rostro.
Tan descansado. Tan en paz.
Ni rastro de la tensión que acarreaban sus hombros horas antes, ni tampoco de aquél ceño fruncido, o de las arrugas en la comisura de la boca que siempre se le forman cuando está nervioso.
Ahora, sólo existe en él la dulzura de un sueño profundo, y la calidez que me produce su cercanía.
Siempre que le tengo tan cerca, me siento un poco menos sola. 
Es como si de repente, el mundo se me echara encima, protegiéndome de cualquier peligro o daño, capaz se sacrificar cada segundo por todo lo que yo conformo. 
Nunca podría cansarme del amor que su sola presencia me produce.
Ahora se retuerce un poco entre las sábanas. Su rostro se crispa. 
No puedo pensar en su sufrimiento, incluso si éste está producido por algo que no es real.
Me acerco un poco más a él y le acaricio la mejilla, intentando tranquilizarle con el tacto de mi piel.
Su respiración se acompasa a la mía en cuanto nuestros cuerpos se unen. 
Es como si estuviéramos echos el uno para el otro. Cómo si yo no pudiera vivir en un mundo donde él no existiera.
Me acerco un poco más, hasta que el hueco que produce su cuerpo al hacerse una bolita entre las sábanas encaja perfectamente con lo pequeña que resulto yo. 
En cuanto nuestros cuerpos se rozan, noto como los latidos de su corazón se acompasan a los míos, provocándome una sensación de amor total que no creo ser capaz de expresar con palabras.
Sus brazos se cierran instintivamente en torno a mi, y apoyo mi cabeza en el hueco de su clavícula, inspirando su olor, ese que sé que no olvidaré nunca.
¿Puede alguien acaso ser más feliz de lo que yo misma soy en éste preciso instante?
Entonces, por alguna extraña razón que aún no llego a comprender, e incluso estando de espaldas a él, sé que ha abierto los ojos. Que observa mi cabello y respira de él. Que me ama con la misma intensidad que yo lo hago. Que tampoco es capaz de imaginar una vida sin mi.

- Te amo - susurra, sus dedos buscando los míos, para entrelazarlos con dulzura. Para hacerlos uno solo. 
- Y yo a ti, mi amor - soy capaz de decir, embriagada por el aroma a 'no me sueltes nunca' que emana de sus brazos.